Yo no te esperé toda la vida, pero me impacienta que no llegues. Yo no te busco, pero te presiento. Yo no te necesito, pero sé que tenés algo que me falta. No te veo en los ojos de alguien, pero sé que en algún lado estás.
Quiero que me tomes por asalto, que sacudas la frialdad de mis creencias, que me busques y te me metas debajo de la piel sin que lo note. Que me muestres cosas nuevas sin que yo las pida, que me extrañes sin que yo te llame. Que no actúes, que no mientas, que no especules, que simplemente vengas y vueles conmigo, sin querer encerrarme, sin querer callarme y sin querer cambiarme... solo así vas a convencerme de que me quede siempre con vos.
domingo, 14 de julio de 2013
miércoles, 20 de marzo de 2013
El fuego y el viento
Ella era fuego. Había nacido en lo más profundo del corazón de la tierra, entre lava que ondulaba para formar un mar. Tenía la energía de los volcanes, la fuerza del sol, la luz de la aurora; pero sobre todo, la capacidad de expandirse, de brillar en la noche más oscura, de abrigar cuando no había nada más que soledad.
Él era viento. Se movía por todos lados sin poder detenerse en su camino. Empujaba las olas, erosionaba montañas, desnudaba los árboles en otoño. Pero se sentía solo, a veces lo acompañaba el frío, que se enredaba en las heladas y las neviscas, pero luego seguía congelando todo a su paso.
Un día la vio. Libre, saltando, dejando a su paso cenizas que nutrían el suelo, que recordaban su paso fugaz por el lugar.
Sus ojos lo enloquecieron, ella bailaba al compás del sol, se colaba por las grietas de las montañas y llegaba al mar, su calor lo convertía en huracán y lo hacía llegar hasta lo más alto.
Ella lo amó. Le ofreció su luz y su abrigo. Aunque sabía que no podía seguirlo, que el brillo del comienzo solo podía mantenerse si ella se quemaba con más intensidad. Ella no podía caminar con él entre las olas, ni acompañarlo cada vez más alto sin que su esencia se extinguiera.
Y cuanto más lo amaba, menos latía su corazón, y cuanto más lo seguía más esquivo se volvía.
Ella era luz, él era aire.
Hasta que un día, cansada, con una luz tenue y consumida, decidió volver al volcán que le daba vida. Él la amaba, pero con cada brisa solo aumentaba su deseo de volver a ser libre, de volver a tener la fuerza de los ríos de lava; el jamás iba a brillar sin que se apagara esa luz que la dejaba vivir.
Y una noche se vio, una columna de fuego que encadilaba las estrellas. Fue su último beso, él volvió a jugar con el invierno; ella siguió danzando, herida, pero con toda la energía del sol.
Él era viento. Se movía por todos lados sin poder detenerse en su camino. Empujaba las olas, erosionaba montañas, desnudaba los árboles en otoño. Pero se sentía solo, a veces lo acompañaba el frío, que se enredaba en las heladas y las neviscas, pero luego seguía congelando todo a su paso.
Un día la vio. Libre, saltando, dejando a su paso cenizas que nutrían el suelo, que recordaban su paso fugaz por el lugar.
Sus ojos lo enloquecieron, ella bailaba al compás del sol, se colaba por las grietas de las montañas y llegaba al mar, su calor lo convertía en huracán y lo hacía llegar hasta lo más alto.
Ella lo amó. Le ofreció su luz y su abrigo. Aunque sabía que no podía seguirlo, que el brillo del comienzo solo podía mantenerse si ella se quemaba con más intensidad. Ella no podía caminar con él entre las olas, ni acompañarlo cada vez más alto sin que su esencia se extinguiera.
Y cuanto más lo amaba, menos latía su corazón, y cuanto más lo seguía más esquivo se volvía.
Ella era luz, él era aire.
Hasta que un día, cansada, con una luz tenue y consumida, decidió volver al volcán que le daba vida. Él la amaba, pero con cada brisa solo aumentaba su deseo de volver a ser libre, de volver a tener la fuerza de los ríos de lava; el jamás iba a brillar sin que se apagara esa luz que la dejaba vivir.
Y una noche se vio, una columna de fuego que encadilaba las estrellas. Fue su último beso, él volvió a jugar con el invierno; ella siguió danzando, herida, pero con toda la energía del sol.
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